Un duro invierno

Le Havre. Años de la primera guerra mundial. Bernard Lehameau, reaccionario, germanófilo y lleno de rencores, pasea por la orilla del mar con una joven inglesa de las fuerzas auxiliares femeninas de la que está enamorado. Lleva al cine los domingos a dos niños que conoce por casualidad en un tranvía; visita a Mme Dutertre, vendedora de bombones y libros, para hablar de política y filosofía en la trastienda; come algunos días en casa de su hermano, con quien discute una y otra vez sobre la guerra en curso y su próximo fin; le envuelve la atmósfera triste, fría y oscura de las tardes invernales en le Havre. La vida de Bernard Lehameau no parece muy agitada. Pero este entramado de relaciones se espesa progresivamente. Y así, lo que parecía un conjunto de casualidades y coincidencias se transforma en una necesaria sucesión de acontecimientos que determina, sin que apenas nos demos cuenta, una nueva vida para el protagonista. Desde el principio, Queneau atrae nuestra atención y la seduce, para llevar la belleza de este texto más allá de las líneas. Para ello deforma el lenguaje levemente, desordena un poco la sintaxis, lo tiñe todo de un sarcasmo casi imperceptible. Esta metamorfosis es tan eficaz y tan mesurada que nos hace ver como detalles fantásticos e insólitos los episodios de una historia, en el fondo, realista. Georges Perec se asombraba de que la relectura de esta novela le emocionara una y otra vez, y por distintas razones, y decía: «De sorpresa en sorpresa, de descubrimiento en descubrimiento, Un duro invierno se encami-na, para mí, lentamente, hacia lo inagotable».