Una bala en la cabeza, un navajazo en pleno corazón.
Un tal Emile Gallet, viajante de comercio que se movía bajo un nombre falso, es asesinado en un hotelito de sancerre. No parece haber motivos; nadie ha visto ni oído nada.
En la encrucijada de las tres viudas, junto a la carretera de Arpajon, en medio del estruendo de los camiones que transportan legumbres a parís, tres casas solitarias parecen desafiarse: la casita de un agente de seguros, una gasolinera en la que también reparan coches y la gran finca en la que viven dos hermanos aristocratas de origen danés.
Un anciano ex embajador ha sido muerto a tiros en su casa. No hay móviles aparentes ni nada en lo que basar una investigación. Más aún: como dice el mismo comisario Maigret en un pasaje de la novela, «todos dicen la verdad». Y es que el fallecido tenía una característica: durante más de cuarenta años se carteó con una mujer que se había casado con otro hombre por conveniencia aristocrática; cada día, estuviera donde estuviese.
En el verano de 1929, Georges Simenon, que navegaba por el mar del norte, se ve obligado a detenerse debido a una avería del barco. Mientras lo reparan, se instala en una gabarra abandonada.
“Esa gabarra, en la que coloqué un gran cajón para mi máquina de escribir y una caja algo más pequeña para mi trasero, iba a convertirse en la cuna de Maigret.