Gaspar Ruiz es injustamente acusado de deserción y condenado a muerte. Salva su vida milagrosamente, y con la ayuda de una misteriosa joven, se convierte en oficial de las fuerzas revolucionarias.
Joseph Conrad (1857-1924) concebía la aventura al modo homérico: como drama moral. Al igual que Ulises, sus héroes se ven constantemente abocados a hacer elecciones decisivas, a instalarse lo más dignamente posible en universos precarios y a soñar en una difícil redención que suponga la vuelta a las seguridades de partida, al mundo moral compartido por todos los que pueden considerarse “de los nuestros”.
Los héroes de Conrad son, quizás, demasiado humanos, y por ello cuentan de antemano con nuestra simpatía. De ahí, también, que difícilmente acabemos de leer historias como la que cuenta Lord Jim (1900) sin sentir que hemos cambiado un poco, que hemos adquirido algunas de las trágicas certezas a las que llega el protagonista.
Era otro hombre, otro hombre, que estaba surgiendo en él, la sombra de otro hombre que surgía en el fondo de su alma, resucitando después de muchos años… ¿qué haría? Se veía de golpe sin pasado, sin porvenir, envenenado de cólera y de odio, de furor y de vergüenza. Se detuvo y miró alrededor. Un par de perros que olfateaban el aire ladraron y gruñeron desconfiadamente tras él. Experimentó la sensación de ser un paria, el más genuino paria de la humanidad, y al mirar alrededor, antes de reanudar su penosa marcha, le pareció que la tierra era más grande e infinita que nunca, y que la noche se había tornado más negra y más hosca.